HIELO

Un relato corto de J. Salieri

Una larga expedición se acerca a un final infructuoso.

Hace más de dos años que nos trasladamos a la base, a cientos de kilómetros de la costa poblada más cercana. El glaciar no tiene más vida que los pájaros que lo sobrevuelan sin posarse, demasiado lejos para reconocerlos. El hielo, lo único que prevalece, no se ha derretido en millones de años.

Al menos hasta ahora.

No debería alegrarme, lo sé. Aun así, el misterio impermeable del corazón del glaciar mantiene su atractivo. Podríamos encontrar cualquier cosa en su interior. Podríamos; si empezamos a tener más suerte que hasta ahora. De momento, lo único que tenemos es hielo.

Diciembre ha pasado de largo sin pena ni gloria. La promesa del nuevo año me atormenta. ARCA accedió a financiar nuestros estudios durante tres años; ni un día más. Ahora, con tan solo unos meses de investigación por delante y sin haber conseguido resultados, lo único que asoma en el horizonte blanquecino es un fracaso colosal.

—¿Judías blancas o pintas? —alza la voz Adrien desde la cocina. Tardo unos segundos en contestar, ocupada repasando las imágenes del último dron que enviamos bajo el hielo.

—Blancas —respondo por fin, amargamente. Hace ya mucho que no noto la diferencia. Todas saben a lata.

—¿Alguna novedad?

—Nada. Solo hielo.

El maldito hielo. El fascinante, colosal hielo. Me froto los ojos con resentimiento. Adrien regresa con la comida, masticando un trozo de pan. Es un colega francés vivaracho y ruidoso, el perfecto contraste a mi carácter agridulce. Me aparto de la pantalla perpetuamente vacía y me enfrento a las judías. Estarán frías en cuestión de segundos, a pesar de la caldera, y aun así no encuentro el ánimo para probarlas. Adrien, por su parte, devora su plato sin miramientos.

—Deberíamos salir antes de mediodía —comento—. Tendremos tiempo de aprovechar el sol.

—Solo un par de horas —me recuerda él, amenazándome con la cuchara—. Ayer casi me quedo sin dedos de los pies.

—¿Los necesitas todos? —replico sin ganas.

—No te martirices. Aún nos queda tiempo.

Me gustaría tener su optimismo. Me obligo a masticar una cucharada de judías. Ya están frías.



Salimos de la base sin apenas intercambiar palabra, enterrados en ropa de abrigo. El vehículo pertenece a ARCA, igual que todo lo demás. El logo, un amanecer naranja brillante, está estampado por todas partes; hasta en la ropa interior. Una vez me entretuve pintándole ojos y boca con un boli: una sonrisa enorme y brillante que Adrien calificó de condenadamente siniestra.

El sol helado nos saluda, silencioso, desde lo alto de un cielo sin nubes. El rastro de las ruedas sobre la nieve describe una recta perfecta hasta el sitio de la excavación, donde descargamos el dron explorador con cierto esfuerzo. El pozo ya tiene unos ochocientos metros de profundidad, y no debería darnos problemas aún.

—Día setecientos sesenta. Bienvenidos al Ártico —saluda Adrien a su cámara, demasiado alegre para mi gusto—. Hoy hace buen tiempo. Vamos a intentar aprovechar los días de sol antes de que lleguen las tormentas. Valeria está tan insufrible como siempre.

—Calla y ayúdame —gruño, aupando el dron a la plataforma que desciende al interior del pozo. Hay que enganchar las cadenas y comprobarlas dos veces. Cualquier equipo que perdamos tardará al menos una semana en poder reemplazarse, y esta cosa es tan cara como algunas islas. Tecnología punta. Ojalá inventasen algo para que Adrien cerrase la boca.

—Allá vamos —jadea, bajando la palanca que activa la plataforma. El dron desciende lentamente, con un ronroneo metálico. Las interminables cadenas, apiladas junto a la maquinaria, desaparecen eslabón a eslabón bajo la superficie.

Grabamos, y esperamos. El sol se arrastra penosamente a través del azul imperturbable. Adrien va de acá para allá, comprobando el proceso. Yo me quedo de pie junto al pozo, con la atención dividida entre la grabación y la apertura en el hielo.

—Nada —mascullo, frotándome las manos a través de los guantes. Me acerco al borde del pozo y echo la vista abajo con desdén. Solo hay hielo, de un azul más profundo cuanto más lejos de la superficie, y las gruesas cadenas perdiéndose de vista allá abajo en la oscuridad.

Entonces, lo oigo. Una nota larga y abismal, lejana, como si la escuchara desde dentro del agua. Sale del pozo y me repta dentro de los oídos, clavándome al suelo junto a la brecha.

Pasan unos segundos. Levanto la mirada hacia Adrien, temblorosa. Está grabando un plano absurdo del horizonte, y no parece haberse dado cuenta.

—¿Has oído? —levanto la voz. Adrien me devuelve la mirada y parpadea, sorprendido.

—¿El qué?

Tengo que creerle. No sabe mentir. Sacudo la cabeza y me aparto del pozo, turbada. En la pantalla no aparece nada de interés.

—Deberíamos volver ya. Estoy helado —tirita Adrien, acercándose—. Hemos llegado al fondo. Mañana habrá que volver a perforar.

—Claro —respondo al cabo de un largo instante—. Vamos.



Hay que tener cuidado al ahondar en el hielo. El taladro es un armatoste del tamaño de una furgoneta, agazapado junto a la boca del pozo, y solo una parte desciende hasta el fondo. Tenemos que estar presentes mientras trabaja. No se recomienda dejarlo encendido más de seis horas seguidas, tiempo suficiente para perforar unos sesenta metros. Por desgracia, nosotros no aguantaríamos ni la mitad a la intemperie.

No he vuelto a oír nada cerca del pozo, pero el recuerdo me persigue. El sonido regresa a mi memoria casi por su cuenta, distraído, tan estremecedor como la primera vez. Cuando intento dormir, arrullada por el traqueteo irregular de las contraventanas y el silbido ahogado del viento, la canción de las profundidades me adormece.

He repasado todas las grabaciones; no aparece en ninguna. No tiene sentido, pero el misterio me anima. Una frecuencia que nuestra tecnología es incapaz de registrar, dormida en el seno del Ártico. Su naturaleza se me escapa, pero por eso me hice investigadora. El hielo no es infinito. Solo tenemos que seguir perforando.

A diferencia de Adrien, nunca me ha costado mentir, pero el peso del secreto no pasa desapercibido. Hablo menos que antes, si cabe. También como menos. Más de una vez lo he pillado observándome en silencio, quizás con una preocupación sincera. Pero los días pasan, el sol se arrastra sin cesar bajo el horizonte del glaciar, y no tengo tiempo para convencerlo de que no estoy perdiendo la cabeza.

Además, la voz del pozo cada vez me recuerda más a una nana.

—Feliz cumpleaños —me saluda Adrien una mañana cualquiera. Respondo con un gruñido.

—¿Lo es?

Él arquea una ceja.

—Es el doce de febrero, ¿no?

Levanto la vista de mis notas, sobresaltada. Paso la página como por casualidad, escondiendo mis garabatos sin sentido.

—¿Febrero? ¿Ya?

Adrien se ríe.

—No me tomes el pelo —suspira, apartando una silla chirriante de la mesa y tomando asiento a mi lado—. Solo quería felicitarte. Últimamente estás muy centrada en las grabaciones.

Me mira de hito en hito; sé lo que intenta insinuar, pero no pienso seguirle el juego. Cierro el cuaderno con un ademán molesto.

—Si tienes algo que decir, dilo.

—Oye, oye, perdona —Adrien levanta las manos—. No hace falta que te pongas así.

—Nos queda menos de un año —continúo, secamente—. Y no tenemos nada.

Doy un golpe en la mesa, derramando mi taza. El café empapa mis notas. Adrien tarda un segundo en reaccionar. Después suelta un taco y aparta el cuaderno a toda prisa, tratando de secarlo con la manga de su jersey.

—Los treinta te están sentando de maravilla —me ladra, visiblemente enfadado. Es la primera vez que lo veo así, y en cualquier otro momento me habría hecho gracia. Estampa el cuaderno contra la parte de la mesa que aún sigue seca—. No sé qué te pasa por la cabeza, Valeria, pero arréglalo ya. Yo no tengo la culpa.

Se marcha de malas maneras. La puerta de su cuarto se cierra con un portazo elocuente. No consigo que me importe.



La sonrisa sempiterna de Adrien aún no ha regresado. Ha dejado de hacer bromas, como si fuera una cuestión de honor. Todavía lo pillo mirándome de vez en cuando, atento, pero la sutil preocupación se ha convertido en una desconfianza patente.

Estamos a mediados de marzo, y el pozo tiene ya más de mil metros de profundidad. Perforar es una tarea costosa y desagradable, y el dron explorador tarda un buen rato en llegar al fondo. Apenas conseguimos una hora de grabación al día, incluso cuando nos quedamos fuera más de la cuenta, hasta que ya casi no podemos sentir las piernas.

—Deberíamos irnos ya —se queja Adrien.

—Aún no.

—Me estoy quedando helado.

Le lanzo una mirada furibunda.

—¿No lo has oído?

Parpadea, confuso. Mira a su alrededor, como si buscara respuestas en la blancura inhóspita del glaciar.

—¿El qué?

—No me toques las narices, Adrien. Has tenido que oírlo. Has estado aquí todo el tiempo.

—¿Qué tengo que oír?

La bilis me sube por la garganta. Me dan ganas de estrangularlo.

—La canción —respondo de malas maneras—. La canción del pozo.

Me mira como si hubiera perdido la cabeza. Joder, cómo le odio. No dice nada, pero le cambian los ojos. Me giro hacia la pantalla con un gruñido.

—Yo me voy —dice Adrien por fin, rompiendo el silencio—. O vienes o te quedas.

Tengo la respuesta en la punta de la lengua, pero me la trago. No es el momento ni el lugar de ponerse a discutir. Acciono la palanca a regañadientes, y la plataforma empieza a subir hacia la superficie con un traqueteo.

Ninguno de los dos vuelve a hablar. Mientras el vehículo se aleja del pozo, la voz del glaciar regresa a mis oídos, honda y cristalina. En el silencio tenso que nos envuelve, parece cantar más alto.



Al día siguiente las ventiscas nos impiden salir al exterior. Las horas pasan más rápido que nunca, y me muerdo las uñas hasta la carne revisando las grabaciones. Sé que no habrá nada. No estamos buscando de la forma adecuada, y el tiempo se acaba.

Adrien ya no me habla. Se pasa los siguientes días encerrado en su habitación y solo sale cuando cree que estoy durmiendo. Si fuese más listo sabría que ya no duermo. ¿Cómo podría? Si fuese más listo quizá habría oído cantar al hielo.

El calendario me acecha desde la pared. Termino arrancándolo. Ahora es una bola de papel arrugado al fondo de la papelera. Anoto la fecha en las páginas de mi cuaderno, hasta que dejo de hacerlo. Otro brillante amanecer, y otro más. Tendré que volver a casa tal y como salí. Tendré que tragarme todas las promesas que me hice a mí misma, tendré que escuchar los reproches interminables. Me equivoqué con este trabajo. Me equivoqué con el proyecto. No hay nada bajo el hielo. No hay nada.



Dos semanas más tarde, salgo de la base por mi cuenta. Aún nieva, pero las ventiscas han remitido. No es seguro, pero no puedo pasar un día más encerrada.

Tengo que volver a oírlo.

Sin el vehículo, avanzo despacio sobre la nieve. Es un paseo casi insoportable, pero así Adrien tardará más en descubrir mi ausencia. El pulso se me acelera cuando vislumbro el pozo a lo lejos. La maquinaria se ha congelado en nuestra ausencia y tarda un buen rato en ponerse en marcha. Enciendo el taladro y me siento junto a la abertura, esperando con el aliento contenido.

La canción no se hace esperar. Se alza como un coro abismal desde la oscuridad y por fin puedo tomar aire.

Sea lo que sea, está allí abajo. No me creerían, igual que Adrien. No sin una grabación. Jamás conseguiría el presupuesto para seguir perforando. Tengo que sacarlo, tenderlo a la luz, verlo con mis propios ojos. Entonces llevará mi nombre. Entonces todo habrá valido la pena.

Abro la boca hasta que me duele la mandíbula, como si fuese a tragarme las nubes de tormenta. Ahora el hielo es mi voz.

El rugido de un motor perturba la canción. Me giro y veo a Adrien acercándose a toda velocidad entre la nieve. Pedazo de idiota. Va a estropearlo todo.

—¿Estás loca? —grita, echando a correr hacia mí tan pronto como el vehículo se detiene— ¿Qué haces aquí fuera?

—Vuelve a la base. Lo tengo controlado.

—¡Estás azul! ¡Sube aquí!

Me agarra de los brazos, y yo le golpeo en la cara. Trastabilla, sujetándose la nariz, pero no me suelta y cuando cae al suelo me arrastra con él.

Rodamos sobre la nieve, intercambiando golpes a ciegas. La tormenta arrecia. Encuentro algo sólido con los dientes y muerdo con fuerza. La boca me sabe a sangre. Adrien grita y se revuelve, me alcanza con la rodilla en la cabeza. Se me nublan los ojos.

—¡Estás de la puta olla, Valeria! —chilla, apartándose de mí. Escupo una oreja sanguinolenta sobre la nieve mientras él se pone en pie dando tumbos. Me doy cuenta de que se dirige hacia el vehículo. Mierda.

Intenta arrancar a toda prisa mientras me incorporo. No lo alcanzo a tiempo y mis manos solo encuentran aire al tratar de agarrarle el abrigo.

—¡Adrien! —grito, echando a correr. El vehículo se aleja con un rugido apresurado, levantando la nieve a su paso, y se pierde en la tormenta. Maldición. Doy unos pasos más antes de detenerme. La nieve es más pesada y el viento tira de mí sin piedad. Las huellas de las ruedas empiezan a desaparecer ante mis ojos.

El pozo vuelve a cantar. Esta vez, las notas profundas están adornadas con giros agudos, un cascabeleo de vocales entremezcladas. Doy media vuelta, pesadamente, y regreso a la abertura.

No tengo muchas opciones. No llegaría viva a la base, si es que pudiese encontrar el camino. Por una vez, me apetece reírme. De repente, un pitido estridente sale de la maquinaria y me acelera el pulso. El taladro ha encontrado un hueco vacío en el interior del glaciar.

Lo hago subir con prisas. La canción es más fuerte, más compleja. Me recuerda a un coro de vasos de cristal, a una campana bajo el agua. Me recuerda a las olas de un mar primigenio chocando contra un continente helado, a una tormenta silbando entre rocas blanquecinas, altas como torres.

En cuanto el taladro sale a la superficie, lo aparto a un lado con violencia. Acciono la palanca y me encaramo a la plataforma que empieza a descender. Me sacudo la nieve de encima mientras me adentro en el glaciar, y el tirón cortante de la tormenta desaparece. Las cadenas se mueven despacio. Levanto la vista hacia la superficie, el círculo de blancura que empequeñece a cada segundo y que ahora se me antoja la puerta a un mundo hostil y condenado.

Por fin sabré de dónde viene la canción.

La voz reverbera a mi alrededor, cada vez más fuerte. Me canta a mí, solo a mí. Las notas se resquebrajan, repiquetean como campanas. El frío se me mete en los huesos. El último resto de luz desaparece y ya no puedo ver nada.

Por fin, la plataforma se detiene con un chapoteo. Hay agua, y me llega hasta la cintura. Estoy a casi dos mil metros bajo la superficie del glaciar, más lejos de lo que pensaba llegar jamás. Y entonces, la canción se apaga de repente.

’El sol’, bisbisea la voz, justo delante de mí. Mi aliento se enfría, igual que mis músculos entumecidos. Respirar requiere un esfuerzo insoportable. Duele.

—¿Quién eres? —consigo balbucear, pero no obtengo respuesta. El agua se estremece.

’Quiero ver el sol.’

Algo rasposo me roza la cara, como si me saludase; aquí, allá. Apenas puedo sentirlo. El tacto me recuerda al de la lengua de un gato.

’El sol.’

—¿Quién…?

’Ah. Allí.’

Ya no consigo hablar. Se encarama a mí, suave y huesudo a la vez, y empieza a trepar por el pozo hacia la superficie. Su canción me envuelve, pero es el hielo el que canta. El roce de las escamas que lo cortan como cuchillas, vibrando como las alas de un insecto. Me ahogo con los ojos abiertos, tratando de distinguir algo en la oscuridad. Necesito verlo. Necesito…

’Lo echaba tanto de menos.’