SEGISMUNDO

Un relato corto de J. Salieri

Un estudioso de los sueños se enfrenta a la magnitud de su obra.

’Noventa y dos horas de sueño ininterrumpido.’

Sobre el papel, la humedad de la tinta se le antojaba irreal; unos segundos de brillante fluidez entre la intención y la eternidad. Cuando se acordaba de mirar, ya estaba seca.

‘Un éxito rotundo.’

Estiró los hombros con ademán dolorido. Había comprado el mejor colchón de plumas que se podía encontrar, pero sospechaba que no sería suficiente para continuar el experimento. No había muerto de sed, lo cual era buena señal. Se puso en pie, moviendo los brazos a ambos lados del cuerpo. Iba por buen camino.

Abrió la ventana del cuartucho, la única que tenía. Incluso el aire viciado de la capital le pareció un regalo para los pulmones. Quizá encendiera un puro para celebrarlo. El gato rayado que rondaba los tejados del barrio y al que había bautizado como Mefistófeles se posó como una sombra en el alféizar de la ventana y lo saludó con una carantoña.

—No te has olvidado de mí —sonrió Segismundo, rascándole detrás de las orejas. El gato persiguió su mano, frotando la cabeza contra sus nudillos con un maullido quejumbroso—. ¿Tienes hambre?

Había mandado traer comida a su puerta antes de echarse a dormir, con las instrucciones de que estuviera allí cuando despertase. Le complació descubrir una bandeja con un plato generoso de sopa, aún caliente, y un par de sardinas raquíticas. El casero, un anciano bajito y tan escuálido como su pescado, había dejado una carta junto a la bandeja. Rasgó el sobre con prisa y desdobló una sola hoja de papel. Reconoció enseguida la letra de Diego.



‘Mi pobre loco:

¿Has despertado a tiempo? Estamos ansiosos por conocer tus progresos. Te esperamos esta noche en la mesa de los rosales. ¡Guarda tu sed para la cena!

Escéptico pero intrigado,

D.M.’



Segismundo se llevó la carta a los labios antes de devolverla con mimo al sobre. Un maullido insistente lo devolvió a la habitación, cargado con la bandeja.

—¡Ya va!

Mefistófeles se abalanzó sobre las sardinas en cuanto las dejó en el alféizar. Admiraba su falta de moderación. El murmullo familiar de las calles meció sus sentidos embotados mientras él sorbía la sopa. Vio pasar una mula cargada de telas, perezosa. El sol casi se había puesto.





Tal y como prometía la carta, Diego y su hermana gemela, Beatriz, lo esperaban en el mesón que solían frecuentar desde sus años de estudiantes. Los tres habían coincidido en el desamparado campo del estudio de los sueños. Los gemelos habían escrito un tratado que Segismundo había leído por casualidad en el velatorio de un primo lejano, La voluntad dormida. Le había fascinado desde la primera palabra.

En su momento había asumido, incorrectamente, que Diego era la pluma tras los párrafos más escandalosos de la obra. El joven nunca tenía una risa lejos de los labios, bebía en exceso y no escatimaba los cumplidos a damas y caballeros. No obstante, según le había confesado a Segismundo, estaba más interesado en las pesadillas.

—Mi querida hermana puede dedicarle sus conjeturas a los impulsos terrenales —había reído, jugando con su vaso—. Yo persigo monstruos.

Supo después que Diego sufría de terrores nocturnos desde niño. Le parecía ver a su padre, ya fallecido, oprimiéndole la garganta con una mano hinchada y enmohecida. Era incapaz de moverse hasta que el sol despuntaba en el horizonte, sin importar a qué hora lo despertara el espectro.

—¿Quién quiere pensar en pesadillas mientras está despierto? —se había quejado Beatriz, repiqueteando con las uñas sobre la mesa—. Me interesan más los deseos de la mente cuando está al resguardo de la inconsciencia, lejos del sol. ¿A usted no?

Segismundo había meditado su respuesta bajo la atenta mirada de ambos. Era la primera vez que visitaban el mesón. Ahora, aquellos días le parecían tan lejanos como las estrellas.

—Creo que preferiría no soñar —había respondido al fin—. Dormir como los muertos. En una paz absoluta.

Aquello le había ganado dos miradas idénticas de sorpresa.

—Un romántico —había comentado Diego, encantado—. ¿A qué tiene miedo?

—¿Y qué desea? —Beatriz sonrió contra el borde de su vaso mientras tomaba un sorbo de vino.

Segismundo rehuyó sus ojos. Ojos oscuros, profundos como el lecho de una tumba, adornados por el brillo vacilante de las lámparas.

Había soñado con aquellos ojos esa noche, sin saber muy bien a cuál de los hermanos pertenecían. Nunca se había atrevido a mencionarlo.

Hoy, como de costumbre, la mesa de los rosales era suya. Venían tan a menudo que casi podían ver crecer las flores. Segismundo vislumbró a Diego haciendo aspavientos con una jarra medio vacía a través de la variopinta multitud.

—…un dedo. ¡Un dedo! Solo pido eso.

—¿Un dedo? —repitió Segismundo, divertido, acercándose a la mesa. Mientras tomaba asiento, Diego ilustró sus palabras con un gesto obsceno.

—No necesitaría mover más que eso para mandar a mi padre de vuelta al infierno.

—Déjate de tonterías —Beatriz le golpeó la mano con la suya—. Me alegro de verte entre los vivos, Segismundo.

—¿Has soñado algo? —quiso saber Diego, sonriendo como un chiquillo.

—¡Nada! Ha sido como un parpadeo —Segismundo pidió más vino con un gesto animado—. Noventa y dos horas de limbo. Apenas podía quejarme cuando he despertado. Ni hambre, ni sed. Diría que no he envejecido ni un día. El suero funciona a las mil maravillas.

—No me atrevería a probarlo —comentó Diego, fingiendo un escalofrío—. ¿Cuántos fantasmas caben en noventa y dos horas?

—No he tenido en cuenta a los muertos en mis cálculos.

—¿Cuándo volverás a probarlo?

—Esta misma semana. Veremos si puedo dormir hasta mi cumpleaños.

Los gemelos enmudecieron.

—¿Tan pronto? —se quejó Diego por fin— ¿Y tanto tiempo?

—Sabía dónde me metía cuando empecé el experimento. Apenas será un mes —respondió Segismundo con la mirada gacha, sintiéndose culpable de repente—. Pasará volando.

—Y estaremos aquí cuando despiertes —Beatriz fulminó a su hermano con la mirada. Se había repuesto con una rapidez admirable—. ¿Verdad que sí?

—Claro —contestó Diego, pero evitaba sus ojos. Segismundo sintió el impulso de olvidarse del experimento y reservar la mesa para el resto del mes. Se obligó a controlarse. Habría muchas noches para pasarlas hablando de los sueños.

—No os preocupéis por mí. Tendremos tiempo de sobra para beber cuando sea un ricachón envuelto en sedas gracias a mi suero. Me siento más vivo que nunca —insistió, sonriendo pese a todo—. Cuando despierte habrán florecido las rosas.

Beatriz alzó su vaso.

—¡Un brindis entonces! ¡Por la vida!

—Por la muerte —añadió Diego con una floritura desganada.

—Por la nada —rio Segismundo, y bebió.



—Quédate un rato.

Adoquines y sol. Las calles frías del brazo de Diego, apoyados el uno en el otro en pos del amanecer. Una camisa manchada de vino, una jaqueca como las raíces de un árbol. La mañana olía a fresco y le dolía la garganta de cantar.

—Me voy ya. Volveré para mi cumpleaños.

—Vamos a mi casa. Podemos seguir bebiendo nosotros dos.

Diego le cogió de la camisa, medio en broma y completamente borracho. Le daba vergüenza mirarlo a los ojos, por miedo a hablar demasiado.

Le parecía entrever algo frágil e innombrable en la quietud del mundo a su alrededor; algo tan preciso e irrepetible que haría que el resto de su vida palideciera en comparación. Aquel pensamiento lo aterró.

—Hoy no.

No, estaba cansado. No, debía esperar. No sabía qué decir, no lo había pensado lo suficiente.

Diego encontró sus ojos. Pareció a punto de decir algo durante un breve instante, y después apartó la vista y se echó a reír.

—Volveré —prometió Segismundo.

—Tal para cual —se quejó Diego, sin mirarle—. Un par de cobardes.

Segismundo se soltó de su brazo. Las yemas de sus dedos se quejaron al separarse de Diego. Lo dejó en el portal soleado, tambaleante. Los pájaros ya estaban cantando.



Despertó, como un reloj, el día que tenía previsto. Tardó unos minutos en incorporarse, entumecido, y se frotó el cuello con una ligera mueca.

Cuando consiguió levantarse estiró los músculos pesadamente. Después se miró al espejo durante un rato, como hechizado. No tenía más sed que la última vez. Parecía haber acertado de lleno con la composición del suero.

Sopa y sardinas. Debía acordarse de darle las gracias al casero cuando lo viera. Había tres cartas junto a la bandeja. Se las guardó en el bolsillo con el pulso acelerado, presa del recuerdo de su última noche con Diego.

Hablaría con él. Un día de estos, pensó. Un día de estos.

Mefistófeles estaba más delgado de lo que lo recordaba. Lo acarició en silencio mientras comía. La sopa estaba fría, pero no le dio importancia. Por fin, se atrevió a enfrentarse a las cartas.

Las dos primeras eran de Beatriz.

Ambas estaban escritas con su letra pulcra y deliberadamente pretenciosa. En la primera le informaba de que su hermano había sufrido un desmayo en mitad del día y que estaba en cama, descansando. El médico lo atribuía a su insomnio, que había empeorado. Le deseaba buena suerte con el experimento y le expresaba su apoyo incondicional.

La segunda era parca en palabras.



‘Segismundo,

Diego es presa del espectro. Las pesadillas son peores que nunca. No logra dormir ni una hora seguida. Está muy débil. Quizá tu suero le ayude. Fui a verte, pero no encontré tus notas y no conseguí despertarte. No me atrevo a equivocar la dosis.

Por favor, vuelve a tiempo.

Siempre tuya,

Beatriz.’



Había una más, una nota casi ilegible. No estaba firmada.



‘Qué sabio eres. Esta noche yo tampoco soñaré.’



El papel le resbaló de las manos. Tropezó de camino al ropero en busca de su abrigo, bajo la mirada indiferente de Mefistófeles.

Las palabras de Beatriz lo persiguieron hasta la calle bajo una llovizna hiriente y helada. Los zapatos le resbalaban en los adoquines. Le temblaron las piernas hasta el portal de Diego, y no solo por el entumecimiento del sueño. Se apoyó un segundo en el umbral, con la lluvia goteándole de la nariz.

Las escaleras retorcidas del edificio estaban envueltas en sombra. Subió los escalones con la respiración agitada. La puerta de Diego estaba entreabierta. Le llegó el olor acre a enfermedad y a sudor. Oía voces murmurando, rezando. Dios mío.

Lo encontró con los ojos aún abiertos, relucientes como canicas, fijos en la puerta. Las facciones suaves se habían pegado a los huesos, maltratadas por el agotamiento. No quedaba aire tras los labios entreabiertos, secos y partidos como la tierra de un mal verano. Tenía el cuello amoratado, torcido. Se dio cuenta de que en el cuarto faltaba una silla, la del escritorio. Un escalofrío le recorrió la espalda.

Beatriz estaba sentada junto a la cama, derrumbada. Era la primera vez que la veía sin peinar. Segismundo le miró las manos; se había quemado las yemas de los dedos al deshacer la soga.

—Lo siento —acertó a susurrar Segismundo, horrorizado. No era capaz de dar un paso más. El resto de los ocupantes de la sala no parecieron reparar en él. Entre el murmullo de los rezos, Beatriz levantó los ojos cansados de llorar.

—Llegas tarde —dijo únicamente, seca. Ojos negros, todo pupila, como espejos. Segismundo se vio reflejado en ellos con una claridad imposible. El rostro demudado, el abrigo a medio abrochar. Se vio a sí mismo hasta los huesos, un amasijo de carne esperando a pudrirse. La sombra de la soga colgaba sobre él.

Retrocedió, tambaleante. Estuvo a punto de rodar escaleras abajo al volver a la calle, tan rápido como le fue posible. Se ahogaba. Sentía las manos del muerto en la garganta, las manos de Diego tirándole de la camisa. Trató de recordar su cara cuando le dejó en aquel mismo portal, bajo el sol. Apenas lo había mirado.

¿Qué aspecto tenía? El rostro cetrino del cadáver se había impuesto sobre el recuerdo, desbaratándolo, emponzoñándolo. Diego. Dios mío, Diego. No quería pensar en él. No quería seguir viéndolo.

Volvió sobre sus pasos sin sentirlo, rumbo a casa, con el olor a muerte pegado al paladar. Cuando cerró la puerta del cuarto vio sus notas sobre la mesa.

La última vez había tomado medio vial de suero. Un mes de vacío, de nada. De paz.

Le dejó una nota apresurada al casero por fuera de la puerta, echó a Mefistófeles de la habitación de cualquier manera y cerró la ventana que se había dejado abierta. La lluvia se había colado en el cuarto, y había papeles empapados deshaciéndose sobre los tablones del suelo, entre sus pisadas llenas de barro.

Vació un vial entero y se tragó el contenido con una mueca. ¿Qué importaba? Se dejó caer sobre la cama aún empapado, congelado, y en cuanto cerró los ojos vio la mirada inerte de Diego. Las pupilas como espejos.

‘Quédate un rato, Segismundo’, decía el muerto, alargando los brazos. Los ojos se le deshacían y le salían polillas de las cuencas. ‘La última copa.’

Había bailado mejor que nadie. Había bailado hasta el final, rompiéndose el cuello a espasmos sobre el escritorio.

Segismundo se levantó con un temblor violento, apenas consciente, y se apresuró a coger otro vial. No debía soñar. No quería soñar. Se bebió el contenido directamente, quemándose la lengua con el sabor químico, y cayó como una piedra sobre el colchón.



Se despertó cubierto de sudor, perseguido por imágenes que apenas podía recordar. Sus propios párpados le parecían losas.

Un trueno pasó junto a la ventana, cargado de luz. Se levantó de un salto, sobresaltado, y se derrumbó sobre los tablones cubiertos de polvo. Para cuando consiguió ponerse en pie el trueno había cesado. Le llevó unos minutos abrir la ventana, hinchada por la nieve. Se asomó a la calle, y el aliento se le escapó de los pulmones.

Unas vías metálicas cruzaban justo frente a la fachada, cortando en dos una ciudad que apenas reconocía. Los cables cruzaban los tejados.

—¿Mefistófeles? —llamó, inútilmente. El gato no rondaba la ventana, y no volvería a hacerlo. Como una sombra, Segismundo abrió la puerta del cuarto y encontró un pasillo vacío y oscuro. La puerta contigua estaba tapiada.

No encontró a nadie en todo el edificio. El piso de abajo estaba sumido en la penumbra. Los pocos muebles estaban tapados con sábanas, y solo quedaba una gorra apolillada colgando junto a la puerta principal. Trató de abrirla, sin éxito. No sabía si estaba cerrada o atascada.

Tras inspeccionar toda la casa, encontró una ventana sin barrotes a la que pudo encaramarse. Echó a andar torpemente calle abajo, con los ojos muy abiertos. La ciudad había cambiado, pero sus pies conservaban la memoria. Vagabundeó como un loco por el mismo camino que había recorrido un centenar de veces, dejando atrás altas farolas y arcones de plástico.

El mesón ya no estaba, ni los rosales. Había una tapia maltrecha en su lugar, con un número largo pintado de negro. La pintura ya estaba muy gastada. Se quedó allí de pie, como en un sueño, hasta que empezó a atardecer. Vio un copo de nieve revolotear hasta su manga.

¿Qué había salido mal? ¿Se había confundido preparando alguno de los viales? ¿Acaso acumular las dosis potenciaba el efecto? La inmensidad de su error se le escapaba; no quería pensar en ella.

No encontró el edificio donde había vivido Diego. La calle acababa demasiado pronto, lo confundía. Las farolas lo cegaban. La culpa lo arrastró como la marea hasta el cementerio, pero no encontró el nombre de Diego por ninguna parte. Tiritando por el frío, buscó alguna lápida conocida. La tumba de sus padres ya no estaba. Tampoco la de su único hermano, víctima de una mala fiebre un año antes de nacer él. También se llamaba Segismundo.

Siguió buscando hasta que cayó la noche y dejó de poder leer los nombres, y todos le parecían el mismo.



Recordaba haber visto un viejo sótano en la casa, cuando aún no estaba vacía. Encontró la puerta en el suelo del patio, semioculta entre la maleza que había devorado las flores. Le llevó el resto de la noche mover el escritorio. No le quedaban fuerzas para arrastrar la cama escaleras abajo, y se conformó con el colchón. No se molestó en coger nada más.

No había luz. Oía voces en la calle, risas jóvenes y estridentes que cesaron de golpe cuando cerró la puerta del sótano sobre él. Se alegró de alejarse de ellas.

Encontró a tientas el escritorio. Sacó del cajón dos viales, con inmenso cuidado, y se dejó caer con ellos sobre el colchón. Después regresó a por otros dos. Se bebió el contenido con un alivio que le repugnó, se hizo un ovillo y lloró hasta quedarse dormido.



Soñó con un jardín de rosas. La sombra de un manzano se extendía sobre él, cambiando con las nubes. Alargaba la mano para coger una fruta, pero dudaba. Ya caería en el momento oportuno. Aún no estaba madura.

Y la sombra cambiaba, y las nubes pasaban, y la manzana se secaba en la rama hasta que ni siquiera quedaban los gusanos.





Lo despertó el dolor. Golpeó algo blando al incorporarse, gritando con la garganta seca, y oyó removerse la oscuridad. Tanteó a su alrededor hasta dar con una pata del escritorio y se aferró a ella. Notaba sangre caliente en las manos, brotando despacio.

El aire cargado le dolía en el pecho al respirar, denso y pegajoso como el alquitrán. Le pareció que unos dedos fríos se deslizaban sobre el lecho, tirándole del bajo de la camisa, y apartó las sábanas a manotazos.

‘Segismundo.’

Cerillas. Había cerillas en el otro cajón. Encendió una con los dedos entumecidos, y el fuego lo deslumbró. Cuando pudo ver algo, las náuseas lo hicieron marearse.

Tenía las manos y las piernas ensangrentadas, los dedos roídos por dientes diminutos. Las heridas se habían cerrado varias veces, y la carne empezaba a ennegrecerse.

Había guardado un par de botellas de vino en uno de los cajones inferiores, hacía mucho tiempo. Abrió una con los dientes tras varios intentos y la vació sobre las heridas. La cabeza le daba vueltas.

Lagrimeando, buscó la puerta del sótano con la mirada. Llegó hasta la puerta, cerrada sobre su cabeza, y empujó con fuerza. Se le llenaron los ojos de polvo, pero no se abrió. La cerilla se le apagó en los dedos, quemándole la piel.

Encendió otra y volvió al escritorio. Lo arrastró bajo la puerta a pesar de las quejas de sus huesos, atravesado por el dolor. El fuego había perturbado algo en las tinieblas. Se puso en pie sobre el escritorio, desbaratando lo que quedaba encima, y golpeó la puerta del sótano con los hombros. Nada. La cerilla le temblaba en las manos sangrantes. Su sombra bailaba en las paredes del sótano, como si se balanceara.

‘Segismundo’, rezaba la tumba, la primera que había visto jamás. La había visitado con su madre cuando aún estaba aprendiendo a leer. Era la única palabra que sabía escribir.

Había soñado con ella cada noche desde entonces.

Empujó la puerta con más fuerza, pero no cedió. Al tercer golpe tuvo que rendirse. Le temblaba todo el cuerpo. Respiró con dificultad, con el corazón desbocado latiéndole en las sienes.

—¡Estoy aquí! —gritó, haciéndose daño en la garganta— ¡Por favor! ¡Sigo aquí!

Siguió gritando. Al final, la sed lo obligó a abrir la última botella de vino. Solo le llevó unos minutos acabarla. Se tendió en el colchón con esfuerzo, cubierto de un sudor frío y enfermizo, y al encender otra cerilla reparó en las grietas de la puerta.

El cemento había goteado a través, hilillos secos que ya tenían sus propias grietas. Las miró con los ojos vacíos, sin lograr sentir nada parecido a la ira.

Volvió al escritorio como un alma en pena y sacó un pedazo de papel que se le deshizo en las manos. Encontró su vieja navaja al fondo del cajón. A la luz de la última cerilla, escribió una nota con el filo herrumbroso sobre la madera. Después se llenó los brazos con todos los viales que quedaban. Los fue vaciando de un trago, y cuando volvió a hundirse en el viejo colchón le pareció que la tela roída se aferraba a él, dispuesta a tragárselo. Oía correr a las ratas.

‘Hazme sitio’, lo arrulló la oscuridad con la voz de Diego. ‘Vengo a dormir contigo.’

Cerró los ojos, exhausto, y pensó en cosas perdidas y extrañas. Quizá cuando volviese a abrirlos, si quedaba algo de él, todo habría terminado. El mundo solo sería un sueño lejano. Las estrellas habrían muerto y renacido, y todo lo que había sobre la Tierra sería un páramo de cenizas y hielo. El colchón, el edificio, la ciudad no serían más que polvo. Entonces podría regresar. Entonces podría dar un último paseo, cuando no quedase nada que le recordase al olor de las rosas. Grabada sobre el escritorio quedaba su última voluntad, por si alguien lo encontraba antes de tiempo.

‘Por favor,

no me despierten.’